Nada es comparable al poderoso vuelo de un ave de presa. Águila, halcón, azor. Hasta el pequeño cernícalo nos dejará boquiabiertos la primera vez que tras el largo esfuerzo del amansamiento y perfectamente adiestrado nos dispongamos a volarlo en libertad. Ese día tan especial en el que con los nervios a flor de piel nos dirigimos al campo de vuelo más cercano, con nuestro ave en el guante, quizá aún con la caperuza puesta y anudada la lonja en o firmemente cogida en nuestra mano y la esperanza de que ese vínculo mágico que nos une con el ave no se romperá. No hay dominación, hay amistad.
Es hora de soltar pihuelas, el ave majestuosamente alza el vuelo y nosotros con el corazón en un puño esperamos y observamos sobrecogidos la escena. El ave por primera vez en libertad buscará una atalaya cercana donde posarse. Desde allí nos mirará atenta. Nos une un hilo invisible (si el trabajo se hizo bien) que será difícil de romper. Ponemos la cortesía sobre el guante. extendemos el brazo y chasqueamos la lengua o silbamos. Habrá quien llame al ave por su nombre. En todo caso el pájaro volara raudo hasta la lua donde comerá la cortesía y sacudiendo sus plumas caudales esperará el próximo vuelo.
Este primer paso quedará en nuestra memoria para siempre. Después del primer vuelo vendrán muchos más, pero en ninguno como en este nuestra dicha será mayor.
En ocasiones debido a un exceso de confianza o quizás porque nuestro amigo esté subido de peso, recuperarlo será tarea ardua. Nos armaremos de paciencia y lo seguiremos señuelo en mano monte arriba hasta que vencido por el cansancio decida volar junto a su amigo y juntos volver al hogar.
Quizás pasado un tiempo llegará la hora de introducirlo a la caza, tarea nunca fácil, y en la que sería aconsejable el consejo de un sabio y viejo cetrero. En un principio el ave siempre es reacia a cazar y puede llegar a ser enormemente frustrante. Pero los primeros lances llegaran tarde o temprano, creando imborrables recuerdos que nunca olvidarás. De todo ello hablaremos más adelante...